martes, 13 de abril de 2010

Yo, escritor

Esta es una pequeña historia que hice, hace ya tres años, para un concurso de literatura de mi instituto, pero para mí se ha convertido en algo más. Espero que os guste.





I



Llevaba una blusa celeste y pantalones a rayas la última vez que la vio con vida. Nadie más, sólo él, la vio así vestida. A él le encantaba esa blusa, y se sentía feliz sabiendo que sólo él la había visto así su último día. Pero cuando la encontró, tenía la blusa desgarrada, y su precioso color celeste se había vuelto rojo oscuro. La casa la habían registrado en busca de dinero y joyas, y lo que más le dolió a él: el dedo corazón de Martha estaba desgarrado, por haberle quitado bruscamente la alianza, y una pulsera de plata que le regaló Steve con una inscripción, también se la quitaron.

Pero dicen que lo mejor que puedes hacer cuando se muere un ser querido es olvidarte de él para no seguir sufriendo, y Steve Brandon todavía no había parado de pensar en ella.

Se sentía culpable de su muerte, si hubiera estado allí, hace once días, ahora estarían bañándose en la piscina del jardín, solos, en la noche.

Pero así había ocurrido, y Steve se encontraba solo en el salón, tirado en el sofá, con una copa de brandy en la mano, escuchando el “My Way” de Sinatra en su tocadiscos. El clásico entristecía aún más con su viva melodía el tenue ambiente, iluminado por una suave luz de lámpara, la única luz en toda la silenciosa casa.

Steve todavía llevaba el traje del entierro: camisa blanca y pantalones y chaqueta negros. Tenía la corbata negra desenlazada y se había recogido las mangas.

Steve era un hombre joven, de treinta y un años. La última vez que se afeitó fue aquel fatídico doce de octubre, y todavía no se había recortado su perilla. Su pelo marrón y enredado le caía hasta el cuello, y no era muy alto, y, para compensar su estatura, iba todas las semanas al gimnasio. Desde que murió su mujer, dejó de cuidarse, por lo que no comía, bebía casi siempre ron y vodka y descuidó las tareas domesticas: las moscas se amontonaban sobre la basura de la cocina y la torre de platos del fregadero, la ropa se acumulaba en la cesta, el césped del jardín tenía ya una altura considerable y la piscina comenzó a adquirir un color verdoso.

Empezaba a hacer calor, a pesar de estar a mitad de otoño. Gotas de sudor recorrían su frente cuesta abajo, colándose en sus ojos, pero ni si quiera intentó secarse. Steve empezó a entornarlos.

Había sido un largo día, y muy duro. Por la mañana, se arregló y se dirigió a casa de su cuñada y sus suegros, que estaban totalmente destrozados. Allí, desayunó un café con ellos y luego se dirigieron todos al cementerio, en el coche de Steve.

Ahora se encontraba él allí solo, culpándose una y otra vez. Solo su mente se alivió cuando entró en ése sueño reparador que necesitaba.

Su corazón comenzó a latir más despacio, sus músculos se relajaron y su cuerpo se aisló de todo pensamiento. Fue entonces cuando empezó a soñar, y, si hubo algo en la vida de Steve que hiciera que se sintiera feliz, fue tener ese sueño.

La mañana siguiente se despertó con una resaca terrible. Abrió suavemente los ojos y la sola luz del sol atravesando las rendijas de las persianas le cegó como si alguien le apuntara con una linterna con el ojo abierto de par en par. Giró su muñeca e intentó mirar la hora. Entonces Steve se dio cuenta que no sabía si eran las cinco y media de la tarde o las seis y veinte de la mañana, o había cuatro manecillas señalando las horas y los minutos. Pero ahora no quería descifrar aquel incomprensible acertijo, y se echó de nuevo en el sofá. Le dolía terriblemente la cabeza, y la boca seca le sabía a rayos. Miró la mesita de al lado y observó la razón de aquel malestar: una botella de brandy y otra media de ron se erguían desde la mesita, como riéndose de él, y un cenicero con diez colillas las acompañaban.

Steve hizo acopio de todas sus fuerzas y lanzó un revés a las dos botellas, que cayeron en un estruendo a la moqueta, desparramando cristales y el ron, que se expandió hasta el parqué que había a la orilla de la chimenea. Este movimiento le fastidió del todo: cayó al suelo de un bocazo.

Pero le dio igual.

Steve no encontró razón para hacer aquello, pero con algo tenía que pagar la muerte de su esposa y el que ahora se encontrara en aquel estado.

Notaba el suave tacto de la moqueta; le tranquilizó, y esto le impidió “intentar” levantarse para pagar su caída con la mesita y el cenicero. La moqueta, ahora impregnada con un toque de ron, le humedeció su carrillo derecho. Los pequeños cristales se le clavaron en su mejilla y en el cuello. Notaba las pequeñas punzadas que se habrían paso hasta internarse bajo la piel.

Pero todo esto le dio igual.

Sentía cómo de nuevo se le cerraban los párpados. Sin resistirse, volvió a dormirse.

Despertó un poco aliviado, y con mucha hambre. Esta vez la luz del sol no le cegó, pues no había: sólo una tenue luz plateada se extendía por las paredes del salón. Fue cuando se dio cuenta de que había dormido un día entero.

Steve intentó sacar su brazo debajo de su estómago, pero luego se dio cuenta de que no tenía, o algo parecido; por lo menos, no lo sentía.

Volcó su cuerpo hacia un lado, y notó cómo la sangre regaba cada vena de su antebrazo izquierdo. Sacó su extremidad dormida y volvió a echarse hacia el otro lado. Aún tumbado, se miró la mano y movió los dedos. Una vez que se aseguró de que allí estaban los diez, bajó el brazo de un golpe. De nuevo notó sangre, pero no la que fluía de nuevo por sus venas, sino la que fluía por su cuello. Se tocó la piel y miró sus dedos. Se acordó entonces de los cristales que antes formaron las botellas de ron y brandy. Deslizó las yemas de sus dedos por el cuello y sus mejillas, y tocó el relieve y las heridas untadas en sangre seca. Notaba los cristales bajo su piel y sólo la tensión de sus músculos al forzarse le provocó un dolor insoportable.

“Se te va a infectar, Steve. ¡Pero si te da igual! Te duele más el hambre que los cristales, ¿no?”

Parece que le vinieron bien esas veinticuatro horas extra de descanso, pues se pudo levantar, con dificultad y tirando la mesita al apoyarse en el borde, pero se levantó.

Olvidó el cenicero que había caído al suelo y se fue a la cocina. Abrió el frigorífico y cogió un bote de nata y una cerveza. Apretó el botón , llenándose toda la boca de aquel dulce sabor. Se secó la boca con la manga cuando terminó, y dio un sorbo a la espumosa. Después, se dirigió hasta el salón, y se tumbó a lo largo en el sofá. Empezaba a dolerle de nuevo la cabeza. Con la cerveza helada, se tocó la sien. Se le alivió un poco. Empezó a entrarle sueño, pero no quería volver a dormir. Miraba el techo. Pensaba en ella, en Martha.

Resultaba imposible pensar que aquel día, cuando se despidió de ella para ir a ver a un amigo al hospital, sería la última vez que la vería con vida. Tomy, que se había partido el cuello al caer desde quince metros haciendo prácticas en el edifico de entrenamiento del Parque de Bomberos, llevaba ingresado tres días, y Steve se repetía una y otra vez para sí que fue a verle justo aquel día, el segundo día desde que lo ingresaron; no el primero ni el tercero; el segundo. Pero Tomy se encontraba en coma, y era lo único que hacía que Steve no cayera en la depresión absoluta. Fue a verle justo cuando se enteró, cuando se lo dijeron los compañeros de Steve mientras trabajaba en la comisaría. Muchos amigos en la pequeña ciudad de East River eran policías y bomberos, ya que muchas veces necesitaban apoyarse mutuamente, en los momentos de riesgo. Tomy era uno de los mejores amigos de Steve, por no decir el mejor. Casi se cae de la silla cuando Both y Jerry, compañeros de la comisaría de Steve y amigos también de Tomy, le dijeron:


-Tomy se ha caído desde quince metros, haciendo prácticas en el edificio del Parque. Se ha roto el cuello y el hombro derecho. Está en coma. No sabes cuánto lo sentimos-.

Ni siquiera iba a pedir permiso para salir, pero el Teniente Jellwith lo pilló justo corriendo hacia la salida. Steve le explicó a dónde iba, pero, para el Teniente, eso e ir a comprar golosinas era lo mismo: podía esperar a que terminara su turno. Steve casi le parte la cara allí mismo. Pero se abstuvo, ya que dependía del sustento de su trabajo; él y su mujer. Así que esperó. Esperó cuatro horas.

Más adelante, Steve se dio cuenta de que, si Jellwith le hubiera dejado ir, hubiera podido estar con su mujer cuando entrara en su casa aquel desgraciado, en vez de estar viendo a Tomy.




II



Steve despertó de sus pensamientos, que no dejaban de atormentarle. No podía seguir así.

No iba a vivir toda la vida bebiendo ron y comiendo pollo descongelado. Pero ella estaba por todas partes. Cada vez que miraba algo, le venía a la memoria un recuerdo de él con Martha: las tardes que se sentaban los dos juntos a tocar el piano, las horas que rieron mientras Martha intentaba enseñarle algo de francés a él, los meses de estío comiendo helados en la habitación del sótano, los inviernos bebiendo chocolate ardiente bajo el calor de la chimenea, aquella noche que llovió como jamás ha llovido en que los dos se quedaron fuera olvidando las llaves dentro …por no hablar de los cuadros y las fotos.

Entonces se le ocurrió algo. ¿Por qué no olvidarse de todo eso de una vez por todas? ¿Por qué no dejar atrás esa vida? Y el ron arremetió contra sus planes, y se le ocurrió cómo hacerlo; de una forma peligrosa, pero efectiva. En aquel momento de embriaguez sólo existía ésa forma para deshacerse de su pasado… y lo haría por todo lo grande

Veinte minutos después, Steve se encontraba en su coche, a tres kilómetros de su casa, ahora envuelta en un espectacular manto de llamas, culminado con una altísima columna de humo. Steve sonrió cuando vio por el retrovisor el espectáculo. Ahora se sentía libre, pero también triste, pues había olvidado a su esposa para siempre, y , aunque su razón le dijera que había hecho lo correcto, algo le decía que había cometido el mayor error de su vida.

Pero ya no había marcha atrás, primero por que no disponía de suficiente gasolina como para recorrer otros veintitrés kilómetros desde que miró por el retrovisor, y segundo, porque se dio cuenta de que a lo mejor le habían dado por muerto, y se olvidarían pronto del loco que incendió su casa con él dentro.

Steve miró el cartel de aquella carretera secundaria: Saliendo de Virginia; entrando en Columbia. Seguía siendo de noche, y él seguía atravesando el estado, proveniente de… ¿qué lugar?, en dirección hacia…no lo sabía. Simplemente cogió el coche y escapó de allí, donde nunca volvería, donde nunca jamás se lamentaría del pasado.

“¿Qué estoy haciendo? ¿A dónde diablos voy?”


La flechita de la gasolina seguía inclinándose hacia la derecha, e incitó a Steve a pisar el acelerador en busca de algún área de descanso, un motel, o alguna gasolinera.

La carretera atravesaba un bosque de pinos y abedules, y no dejaba ver si había cerca signos de algún edificio en el que poder repostar.

Pero cinco minutos después, Steve se encontró con una desviación de tierra.

Se internó en el camino hasta llegar hasta una gasolinera. Estaba casi en ruinas, y el cartel de neón con el nombre de la empresa parpadeaba y daba la impresión de que se apagaría de un momento a otro. Detuvo su coche en uno de los carriles para repostar. Se apeó del coche, y esperó a ver si salía alguien o tenía que proveerse él solo. Mientras, sacó su billetera y observó el interior: la American Express y cuarenta y tres dólares.

Viendo que no salía nadie, decidió entrar. Todo el interior estaba descuidado: el suelo pringado de manchas y borrones de suciedad, las estanterías casi vacías, las paredes resquebrajadas, y un olor nauseabundo proveniente del cuarto de baño.

Había un hombre, dormido profundamente en una silla, con los pies sobre la tabla del mostrador.

Steve se dirigió hacia allí. El hombre era delgado, alto y cualquier mujer que lo hubiese visto habría dicho que resultaba atractivo. Tenía la cara del todo afeitada, y llevaba una gorra de los Chicago Bull’s, una chaqueta de tweed a cuadros y unos pantalones vaqueros.

-Perdone.-dijo Steve-.

El hombre ni se inmutó. Seguía en su pacífico sueño.

-¡Oiga!-volvió a decir, alzando la voz-.

Entonces el individuo se sobresaltó, y miró a Steve con una mirada penetrante.

-¡No ha visto que estaba durmiendo!-dijo molesto-. ¿Qué quiere?

-Quiero que se levante de ahí y me limpie los zapatos. ¿Usted que cree?-Steve no era de los que se dejaban intimidar. Siempre iba un escalón más en cuanto a chulería.

El hombre lo miró sorprendido. No se lo esperaba.

-¿Y cuanto le echo?-dijo de mala gana.

-Con treinta litros me basto.

Maldiciendo por lo bajo, se levantó y salió del mostrador hacia el coche. Steve lo miraba desde dentro.

Después de repostar, el tipo volvió; se metió dentro del mostrador e hizo sus cuentas en la caja registradora.

-Son treinta y seis dólares, colega-dijo poniendo la palma de la mano-.

Steve sacó entonces su tarjeta, y la iba a depositar sobre la palma de la mano de aquel hombre, pero cuando vio la inscripción de la alianza de la mano del tipo, le sangre comenzó a arderle en las venas, los ojos se le salían de las órbitas, el pulso se le aceleró y las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos.

-Eh, colega, ¿qué le pasa?-.

-¿Está casado?-le preguntó Steve sonriendo chocantemente, ignorando la pregunta y conteniendo toda su cólera-.

-No, no. ¿Por qué lo dice?-el hombre se quedó extrañado-.

Steve señaló con la cabeza el anillo.

-¡Ah, eso! Bueno, eso es de mi mujer, quiero decir, de mi ex-mujer-. Hace un tiempo se casó conmigo estando casada con otro. Increíble, ¿no? Sí, el caso es que hace unos días vino y me dijo que estaba con otro, y se quería olvidar de mí e irse con él; un poli de la ciudad-.Steve lo miraba, incrédulo, pero con una mirada pasiva, como si lo que estuviera escuchando fuera una conversación ajena que se escucha en el Metro.-El caso es que, me cabreé y le hice una visita, hace unos días. Tuvimos una charla, e intenté convencerla, pero ella seguía enamorada de él, así que le quité la alianza, como rompiendo su relación matrimonial simbólicamente, ya me entiende, todas esas chorradas. Ella creía mucho en esas cosas.

Steve no quería seguir escuchando. Ahora le tocaba a él.

-Dígame, señor…

-Jewey, sólo Jewey.

-Bien, Jewey, ella estaba sola en casa; ¿le quitó algo más? No sé, por ejemplo, ¿una pulsera?

Jewey se quedó sorprendido. Lo miró atónito.

-No, sólo cogí la alianza y me fui-Jewey se metió la mano derecha en el bolsillo-.

-¿Sí, en serio? ¿No te suena de nada « Je vous aimerai toujours »?

Jewey dio un paso hacia atrás.

-¿No te suena el nombre de “Martha”?

Antes de que pudiera reaccionar Jewey, Steve se abalanzó sobre él, volando por encima del mostrador, cayendo contra la estantería de herramientas.

Un montón de llaves inglesas, destornilladores, sierras y tornillos cayeron encima de los dos, enzarzados en el suelo. Pero la lucha no duró mucho; terminó cuando Steve acabó con la vida del amante de su mujer con un destornillador.

Steve, ciego de ira, no se dio cuenta de lo que había hecho hasta que el sonido de un coche parando ahí fuera le hizo reaccionar. Tan rápido como pudo, arrancó su alianza del dedo de aquel hombre, y le desabrochó la pulsera de plata.

Salió corriendo hacia su coche, y vio como una mujer se apeaba del suyo y se dirigía al interior.

Bajó la cabeza y se montó en su Idaho. Arrancó y volvió por donde había regresado, rompiendo su palabra de no volver.

- No me importa lo que hiciste , y las he recuperado para ti-dijo Steve mientras enterraba la alianza y la pulsera a la mañana siguiente-.Es mejor que estén aquí, contigo. Donde yo voy no las necesitaré.

Steve salió de allí y cogió su coche Recorrió todo el tramo que viajó la noche anterior. Pasó el camino de tierra que le condujo a la dura verdad y siguió adelante. Miró un cartel: Acantilados de Columbia, 5 km.

“Mmm…me pregunto si…”

Sacó la cara por la ventanilla, cerró los ojos y respiró hondo. Podía sentir el suave tacto de la brisa marina en su rostro. Sólo los abrió para asegurarse de que todo marchaba correctamente. Sacó la mano por la ventanilla, y dejó el frío viento meciera su mano como si de una ola se tratara. Siguió así durante cinco kilómetros, hasta que llegó al mirador. Pero no paró el coche. Agarró fuertemente con las dos manos el volante. Rompió con el parachoques la valla de madera de seguridad y se adentró en el verde acantilado.

Desde el coche se veía…El gran azul se extendía cincuenta metros por debajo de él como un manto añil tendido ante un fugaz amanecer. Un manto que le recordó algo, no sabía qué exactamente, pero algo…azul, celeste, ondeando al viento, como una blusa de seda, y alguien la llevaba.

Steve siguió con su coche hasta el borde del acantilado. Y cuando el señor Brandon estuvo a diez metros del extremo de aquella roca colosal y el vacío absoluto, no pisó el freno. Aceleró.

Y entonces, como previniendo el inevitable final, una deslumbrante luz le borró todo pensamiento, y sólo pudo ver…cosas…recuerdos muy precisos… una melodía que creía olvidada…las hojas amarillas en el cristal de su coche de recién casado…un sueño… ovillos de la lana en las manos marchitas de su abuela …una frase…una sonrisa…y Martha… Martha…

Y, Steve, vestido aún con el frac de negro, saltó al vacío, mientras murmuraba algo…





III


Martha se sobresaltó al despertase, con la frente empapada de sudor, y se incorporó contra el cabezal de la cama, y no se dio cuenta de que Steve estaba ya despierto.

-¿Qué te ha pasado?-preguntó su marido

Y sin mediar palabra, ella lo besó, él la besó a ella con más pasión e hicieron el amor con más intensidad que nunca, hasta que Steve se tuvo que vestir para ir a trabajar, y fue entonces cuando Martha lo convenció para tomarse un día libre, y se fueron juntos a un hotel a pasar la noche, y seguir con aquella luna de miel improvisada que tanto tardó en borrarse de sus mentes.



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